Fe y confianza en Dios
No tenemos existencia alguna fuera de Dios y al
margen de Dios.
En sí mismo, el ser humano no es nada.
Pero, si se hace uno con Dios, lo es todo.
Dios es omnipresente.
Por eso nos habla a través de las piedras, los árboles,
los insectos, las aves, las fieras, etcétera.
Nosotros existimos porque Dios es.
De donde deducimos que el ser humano, como
todos los demás seres vivos, es parte de la
divinidad.
Si todo pertenece a Dios,
¿qué vamos nosotros a ofrecerle e inmolarle?
Dios está en todas partes.
Sin embargo, si de verdad queremos sentir su ser,
tenemos que posponer nuestro yo y hacerle sitio
a Él.
Cuando el yo muere,
Dios colma el vacío.
Si llamamos a Dios nuestro salvador y permitimos
que crezca nuestra insensibilidad, estamos cometiendo
un pecado.
Si quieres sostenerte delante de Dios,
tienes que despojarte del ropaje del egoísmo.
Entonces podrás comparecer ante él.
Si Dios habita en nuestros corazones,
no podemos abrigar malos pensamientos
ni cometer malas acciones.
Hagamos lo que hagamos, no debemos hacerlo
para agradar o desagradar a alguien,
sino únicamente para agradar a Dios.
Quien cumple la ley de Dios no deberá preocuparse
nunca de cumplir ninguna otra ley que contradiga la
ley divina.
Calmar la sed de un ser humano sin agua y satisfacer
al alma sin Dios son dos cosas igualmente
imposibles.
Dios y Satanás no pueden reinar a un mismo tiempo
en tu corazón.
Todo irá bien si, aun en los momentos de angustia,
somos capaces de reconocer la presencia de Dios en
nosotros.
Hay una gran diferencia entre la vida de la fe y el
mero deseo de creer. Quien no sepa ver esto se
engaña a sí mismo.
Es deber del ser humano cumplir el mandato de
Dios;
pero ¿cómo saber en qué consiste dicho mandato?
La oración sincera y un proceder acorde con ella
son los caminos para acceder a ese conocimiento.
La fe es el sol de la vida.
Nada puede oponerse
al poder de Dios.
¿Qué no podrá llevar a cabo
un ser humano con fe?
Puede hacerlo todo.
Con fe,
el hombre puede mover montañas.
Si la verdad, es decir, Dios, está con nosotros,
¿qué importancia tiene
que el mundo esté o deje de estar con nosotros,
que estemos vivos o muertos?
Podrás escuchar las explicaciones de los sabios,
leer las Escrituras y acumular toda clase de
experiencias;
pero si no concedes a Dios el primer lugar en tu
corazón, todo será en vano.
Aunque vemos con nuestros propios ojos que el
joven y el viejo, el rico y el pobre mueren por igual,
no nos permitimos el menor descanso;
lo intentamos todo para alargar la vida unos días, y
con ello nos olvidamos de Dios.
Dios nunca nos olvida;
somos nosotros quienes le olvidamos a él.
Y ésa es nuestra desgracia.
En cada instante de mi vida soy consciente de la
presencia de Dios.
Entonces, ¿por qué voy a temer a nadie?
En la fe no hay lugar alguno
para la desesperación.
Si Dios es quien nos protege y acompaña,
no tenemos que temer nada y a nadie,
por muy furiosa que sea la tempestad,
por muy densa que sea la oscuridad.
En el Nuevo Testamento figura la frase siguiente:
«No os inquietéis por cosa alguna» (Flp 4,6).
Esto va dirigido a los que confían en Dios.
Durante los últimos días he estado leyendo la
Biblia.
Hoy me he topado con lo siguiente:
«Todo cuanto pidáis con fe en la oración,
lo recibiréis» (Mt 21,22).
«Dios es el amparo de los desamparados».
El mismo pensamiento aparece en el Salmo 34,19:
«El Señor está cerca de los que tienen roto el corazón,
él salva a los espíritus hundidos».
En Isaías leemos:
«No temas, que estoy yo contigo » (41,10).
Y también:
«Confiad en El Señor por siempre jamás, porque en
él tenéis una Roca eterna» (26,4).
«Dios es nuestro refugio y fortaleza,
socorro en la angustia, siempre a punto» (Sal 46,2).
«Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta
en la flaqueza» (2 Co 12,9).
La fe no debe nunca menguar, sino crecer sin cesar
y aspirar a su plena realización.
Quien se vuelve a Dios en la desesperación
no se verá ya inquietado por temor alguno.
Es un pecado
considerar desamparado
a quien tiene en Dios su refugio.
No hay seguridad alguna para nosotros
si no es en el regazo de Dios.
La palabra de Dios es: «Yo soy, fui y seré siempre;
yo estoy en todo y en todas partes».
Lo sabemos y, sin embargo, nos apartamos de Dios,
buscamos refugio en lo perecedero y en lo imperfecto
y, de ese modo, nos exponemos a ser
desdichados.
¿No es increíble?
Creer en Dios debería ser lo más sencillo del mundo
y, sin embargo, parece ser lo más difícil.
Uno tiene a Dios de su parte;
miles tienen a Satanás de la suya.
¿Es razón para que ese uno tema a esos miles?
¿Quién puede describir la alegría que supone
encontrar refugio en Dios?
Quien tiene a Dios por compañía,
¿cómo puede estar triste o angustiado,
o cómo puede buscar otro acompañante?
Quien tiene a Dios a su lado lo tiene todo.
Quien lo tiene todo a su lado, menos a Dios,
no tiene nada.
Si el cielo y Dios mismo están en ti,
¿qué más quieres?
Aunque todos te abandonen,
Dios, a pesar de todo, estará contigo.
Cuando las cosas nos van bien, pensamos en Dios;
pero sólo es verdaderamente piadoso
quien también se acuerda de Él
cuando las cosas van mal.
La verdadera fe permanece inamovible
incluso en la desgracia y la miseria.
La verdadera ayuda sólo puede venir de Dios.
Pero Dios sólo ayuda por mediación de otros.
El ser humano sabe perfectamente que, frente a la
muerte, no hay consuelo fuera de Dios. ¡Y, aun así,
duda en pronunciar su nombre! ¿Por qué?
Quien se olvida de Dios
se olvida de sí mismo.
Quien niega la existencia de Dios
se niega a sí mismo.
Quien no cree en la existencia de Dios
se pierde.
Quien tiene en sí un destello divino
goza de la inmortalidad.
¿Cómo moriremos? ¿Suicidándonos?
Jamás.
Si estamos preparados para morir, cuando llegue el
momento, moriremos para vivir eternamente.
La fe excede a la razón,
no se opone a ella.
Cuando la razón y la fe entran en conflicto,
es mejor dar preferencia a la fe.
¿A quién podría parecerse Dios?
Carente de forma y de apariencia, Dios es la suma
de todas las propiedades, a la vez que carece absolutamente
de toda propiedad.
¿Por qué, entonces, tiene que ser Dios del género
masculino? Ésta es una mera cuestión gramatical.
Si, tal como lo concebimos, no tiene forma, Dios no
es ni masculino ni femenino.
La fuerza que hace que se mueva el tren, que vuele
el avión y que viva el ser humano, es una fuerza
divina, con independencia del nombre que queramos
darle.
El tren no es movido por la máquina de vapor, ni
el avión vuela por causa del motor, ni el ser humano
vive gracias al funcionamiento mecánico del
corazón.
La fe impulsa el barco de la vida.
Dios es nuestra ayuda y nuestro timonel.
Quien se acuerda de Dios puede permitirse
olvidar todo lo demás.
Quien se acuerda de todo, pero se olvida de Dios,
en realidad no se acuerda de nada.
Pensar en Dios y olvidar todo lo demás significa
ver a Dios en todas las cosas.
Nuestra fe debería ser como una luz siempre encendida,
que no sólo nos alumbra a nosotros, sino que
alumbra también nuestro entorno.
No podemos hacer nada justo
mientras no se nos conceda la luz interior.
Cuando arde la lámpara interior,
ilumina el mundo entero.
Cuando el corazón de un ser humano
está lleno de la luz del cielo,
desaparecen de su camino todos los obstáculos.
Sólo cuando la religión se convierte en parte integral
de la vida de un ser humano, puede llamarse
propiamente religión.
Y es que la religión no es una envoltura externa.
La religión no consiste en comer tal cosa o abstenerse
de tal otra, sino tan sólo en reconocer a Dios
en uno mismo.
La religión es lo que todo lo abarca. En otras palabras:
la religión impregna la vida en todos sus
aspectos y en todos sus momentos.
De hecho, hay tantas religiones como seres
humanos.
Pero, si examinamos atentamente la religión de
cada persona, descubriremos que en realidad la religión
es una sola.
Una religión que no tiene en cuenta este mundo y
únicamente se preocupa del más allá, no merece el
nombre de religión.
¿Cómo podría la religión
no tener nada que ver con la vida de cada día?
La religión no es algo aparte de la vida. La vida
misma debería ser considerada como religión.
Separada de la religión, la vida no es vida humana,
sino vida animal.
Cuando la religión se vuelve mecánica,
ya no es religión.
La verdadera religión no conoce fronteras
nacionales.
El vicio no se convierte en virtud por el mero hecho
de adoptar el ropaje de la religión.
Morir por la religión es una cosa buena; en cambio,
no se debe vivir ni morir por fanatismo.
Debemos profesar hacia otras religiones
el mismo respeto que hacia la nuestra;
no basta con la tolerancia.
de QUIEN SIGUE EL CAMINO DE LA VERDAD NO TROPIEZA
Mahatma Gandhi
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