LOS VICIOS DE LA MENTE
En este existencial
momento, la humanidad cree que la mente es un especial instrumento de
aprendizaje, el cual le aporta un extraordinario crecimiento, debido a
que nuestros sentidos pueden apreciar el aparente avance de la civilización,
mediante una tecnología lograda gracias a la acción del pensamiento. Tal
crecimiento, sin embargo, está lejos de ser real, en cuanto a la mayoría se
refiere. El mundo está lleno de inventos que usamos de manera práctica y los
cuales se han convertido en herramientas necesarias para nuestro
desenvolvimiento diario, pero en realidad casi nunca sabemos cómo funcionan.
Sólo unos pocos lo saben a ciencia cierta y los demás únicamente aprovechan un
recurso que los hace dependientes.
La cultura actual ha
establecido un sistema de enseñanza basado en el aprendizaje de lo que otros
pensaron. Desde pequeños somos programados con un conjunto de conocimientos
provenientes de nuestros padres, tutores, profesores, parientes, libros,
archivos de información etc., a lo cual se suman una serie de eventos, casi
siempre únicos, provenientes de nuestra limitada experiencia. No hemos sido
entrenados para pensar realmente. Nuestra visión consciente del mundo está
limitada por completo, debido al condicionamiento cultural, cuyo enfoque dista
mucho de ser universal. La educación está condicionada a su vez por la
particularidad de las naciones, razas, creencias y hábitos propios del lugar
donde se nace y se vive. La mayoría se limitan a seguir patrones de
conocimiento y pensamiento, que los hacen completamente reactivos,
memorísticos, repetidores de esquemas, defensores de creencias.
Nuestra mente se ha
acostumbrado tanto a tal forma de aprender y reaccionar, que es casi
inconcebible que alguien se plantee diferentes formas de conocimiento. Hemos
sido programados para depender de nuestra memoria. Nuestros análisis,
deducciones y conclusiones están basados en nuestra programación mental, a la
cual respondemos en forma inconsciente. Los genios de la humanidad han
desaparecido casi por completo debido a este absurdo sistema. Los pensadores
son escasos. La mayoría son repetidores y plagiadores de pensamientos que se
creen más sabios en cuanto más información hayan acumulado. Hemos establecido además
un extraño culto al academicismo que encadena a casi todos los seres humanos a
seguir los modelos preestablecidos, so pena de ser relegado, segregado o
menospreciado. La inteligencia es medida por la capacidad para responder a la
programación de la memoria, y debe ser acreditada mediante títulos expedidos
por las entidades educativas.
El pensamiento ha sido
reducido a un condicionante sistema que permite a unos pocos manejar a las
masas, basado en la programación de la memoria. La originalidad, esa maravillosa
facultad que tiene todo ser humano, ha sido sepultada. Y si de vez en cuando
surge en alguna mente algún pequeño brote, será perseguida y anatematizada, si
se pone en riesgo cualquier sistema. A cambio, nos es dado un sofisma de
especialidad que infla nuestro ego, encadenándonos a las oleadas de la moda, la
cual no es más que una nueva programación que busca la explotación masiva.
Muchas personas se sienten originales, liberadas, siguiendo patrones de
imitación de costumbres en el comer, en el vivir, en el vestir, en el hablar
etc., y hasta subestiman a quienes no actúan como ellos. Otros, por el
contrario, se mantienen en el polo opuesto y se aferran a hábitos que casi
nunca modifican, pero que han heredado de otros, sintiéndose orgullosos de tener
un carácter fuerte, que no es susceptible de ser cambiado.
La mente humana rara vez es
profunda, pocas veces sondea los infinitos mares de la verdad. Casi siempre
busca en los pantanos de la memoria. Nuestra mente ha hecho tan frecuente uso
de este recurso, que se ha habituado a reaccionar frente a
cualquiera de los eventos de la vida, buscando de inmediato en sus archivos,
los cuales pertenecen al pasado. Y esto nos roba la felicidad de aprender, la
libertad y la alegría de vivir, debido a la carga que representan las
experiencias desagradables. Nuestra memoria funciona a través de la imagen, el
sonido, la sensación, el olor y el gusto. Casi siempre nos hacemos imágenes
asociadas a todo lo que vivimos y aprendemos, y éstas, debido a la memoria emocional, se conectan con
las emociones que se experimentaron en el tiempo en el que se vivió el hecho,
las cuales a su vez están condicionadas, ya que solemos responder
emocionalmente de acuerdo con nuestra programación mental. Hemos clasificado
los acontecimientos de la vida en agradables y desagradables, de acuerdo con nuestra escala de valores y creencias, la cual es absolutamente personal. Frente a cada nueva
situación, antes que observar detenidamente la cosa, la persona, la idea o el
hecho, hacemos un balance comparativo con cualquier experiencia similar que
hayamos registrado con anterioridad, y juzgamos el acontecimiento presente como
desagradable o agradable, bueno o malo, mejor o peor, según lo haya sido en el
ayer. Para poner un sencillo ejemplo, si de niños fuimos mordidos a traición
por un perro, nuestra memoria subconsciente tiene registrada la información de
que estos animales son traicioneros. Cada vez que veamos un perro, sentiremos
temor de ser agredidos como en la niñez y tal vez trataremos de rehuir a un
manso ejemplar que no tenga la menor intención de atacarnos.
En realidad los
acontecimientos no son de la calidad que les atribuimos. Los eventos y las
cosas simplemente son. Se han precipitado a la vida del individuo de acuerdo
con su necesidad de aprendizaje. Son lo mejor que la vida nos puede ofrecer de
acuerdo con la Divina Inteligencia. Cada ser humano los califica con las
categorías que quiere o que han sido programadas en su mente. Y eso, solamente
eso, hace la desdicha o la gracia en nuestras vidas. Cada cual define en su
mente qué es para él felicidad o desgracia, reaccionando ante la vida de
acuerdo con esta absurda clasificación. La clave de la dicha está en la actitud
que asumimos en el presente. Desafortunadamente, hemos permitido que la mayoría
de nuestras actitudes sean automáticas, obedeciendo a los patrones de nuestro
inconsciente o del inconsciente colectivo. Esto no sería del todo absurdo si
tales patrones fueran el resultado de una seria investigación de la verdad.
Generalmente, son construidos por consenso irracional, por una falsa
solidaridad de creencias o por la experiencia personal, siendo esta última la
sumatoria de una serie de conocimientos, emociones, actitudes y reacciones que
dependen de eventos únicos en nuestras vidas. En cuanto a esto, vale la pena
reflexionar en la validez de la experiencia como aporte a la búsqueda de la
verdad. Si se nos pidiera comprobar si un experimento conduce siempre a un
resultado definido, siguiendo el llamado método científico, el cual se basa en
el hallazgo de un mismo resultado, por la comprobación
repetitiva de un evento, bajo idénticas condiciones, lo que haríamos
seguramente sería comprobar si los requisitos del experimento, y el resultado,
se ajustan a lo esperado siempre. En nuestra vida diaria somos realmente poco
científicos. Calificamos casi siempre un único acontecimiento, con base en
nuestros modelos mentales comparativos, como bueno o malo, feliz o desgraciado,
y creemos que definitivamente cada vez que se repita ocurrirá lo mismo, por lo
cual asumiremos la misma actitud. Entre más impactantes hayan resultado los
acontecimientos, más fuertemente arraigada estará la información, y con toda
seguridad reaccionaremos automáticamente. Nuestra mente ha caído en el vicio de
la comparación excesiva. Nuestro inconsciente ha sido entrenado para reaccionar
de esta manera. Vivimos poderosamente encadenados al pasado y nos cuesta mucho
librarnos de él. Veamos otro ejemplo: si alguna vez hemos
conocido a una persona de un país o región diferentes a los nuestros y notamos
en ella algunas actitudes que nos generan disgusto, nuestra memoria tendrá la
tendencia a registrar la información de que todos los nativos de ese lugar son
como el que nosotros conocimos, sin habernos cerciorado de tal realidad. Cuando
conozcamos a otra persona de esa localidad, automáticamente reaccionaremos ante
ella con disgusto o prevención. A lo mejor se trata de una persona totalmente
diferente de la que conocimos. En un tercer ejemplo, una señora ve que asaltan
a un hombre en cierta calle. Su mente registra la información de que en ese lugar asaltan siempre, y a lo mejor lo comunique a otros. Todos evaden
la calle por temor a que les pase lo mismo, cuando a lo mejor se trató de un
episodio único en toda la historia del sitio.
Pero no siempre nuestra
mente viaja hacia el pasado. A veces vuela hacia el futuro y utiliza la
facultad de la imaginación para construir imágenes idealizadas de lo que
ocurrirá con las cosas, las personas o las ideas, en un intento de superar
nuestras frustraciones o de satisfacer nuestros innumerables deseos. Soñamos
despiertos con un futuro ideal. A esto contribuye la cultura, el sistema de
educación imperante, el
cual tiene siempre derroteros
estereotipados de lo que los seres humanos debemos hacer para triunfar, ser
exitosos, famosos y felices. Fijamos fuertemente estas informaciones de lo que
esperamos que suceda en el futuro. Frente a un acontecimiento, no solamente
puede surgir la conducta automática comparativa que evoca el pasado, sino el
estereotipo ideal de nuestras ensoñaciones futuristas. El que pese más, según
la fuerza de la información existente en nuestra memoria, se impondrá. En el
último caso, si la realidad no concuerda con la imagen idealizada del hecho, y
casi nunca lo está, surgirá de inmediato una sensación de
frustración, disgusto o desagrado. De nuevo, el hecho será calificado por
comparación con un modelo mental. Por ejemplo, cuando una persona está
enamorada suele idealizar a su pareja soñando con muchas cosas que ésta le dará
en el futuro. La mente, bajo este hechizo emocional, tiende a exagerar o
inventar cualidades y a minimizar las cosas desagradables o a no verlas. Sueña
con una vida de felicidad al lado del dueño de sus afectos. Cuando la
convivencia cercana hace evidente las cosas que mutuamente generan disgusto, la
reacción de la mente es de frustración, y la tendencia general es la de tratar
de cambiar al otro, para convertirlo en la persona que se había idealizado, lo
cual casi nunca se consigue. Entonces aparece el sufrimiento.
Nuestra mente se proyecta
al futuro, con frecuencia, no sólo para idealizar, sino justo para hacer lo
contrario: predecir la desgracia. Este es el vicio de la preocupación, una
fuerte cadena, puesta por el miedo, a la joven e inexperta mente. La imaginación
es puesta a volar, para construir representaciones adelantadas de aquello que, según nuestro código interno, será una
desgracia, una situación que genere tortura y sufrimiento. Esto engendra
angustia, pánico al futuro, miedo a fracasar (conocidos con el elegante nombre
de estrés).
Una tercera posibilidad,
frente a un hecho dado, es la comparación en el momento presente, ya no con un
modelo mental, sino con lo que esté sucediendo a otras personas. De acuerdo con
esta mecánica, las cosas, las personas, las ideas o los hechos, nos parecerán
mejores o peores que los de los demás, llevándonos a estados de miedo,
prevención, exceso de confianza, soberbia, envidia, frustración etc. Por
ejemplo, dos personas van a un restaurante y cada uno pide un plato diferente.
Cuando su solicitud es atendida, uno de ellos ve la cena del otro y le parece
más deliciosa que la que él pidió. Entonces, no está a gusto con su propia
comida y se siente mal por la elección que hizo, en lugar de disfrutar la que
tiene en frente. El otro, al escuchar sus palabras al respecto, puede sentirse
halagado en su ego y creer que tiene mejor criterio que su amigo. En otro caso,
un individuo compra un auto nuevo que le parece extraordinario y con el cual quiere lucirse ante sus vecinos (al anhelar esto ya está comparándose, deseando ser mejor). Si al llegar, descubre
que uno de ellos se ha comprado un vehículo mejor que el suyo, sufre una
decepción, se siente frustrado y tal vez inferior. Puede hasta sentir rabia, la
cual no es otra cosa que una máscara para la envidia que siente por el otro. Si
no se hubiera comparado y deseado mostrarse, sería dichoso con el auto que a él
le gustaba y le parecía extraordinario.
La actitud correcta debe
ser la aceptación del presente tal cual sobreviene, tratando de comprender en
cada instante todo aquello que la vida desea enseñar. Debemos hacer a diario un
inventario personal de todas las cosas, seres, ideas y dones a los que podemos
acceder y luego aceptar que con todo eso, no importa cómo sea, debemos ser
felices. Si mañana llegamos
a tener más, entonces seremos felices con más, pero si tenemos menos,
también debemos ser igualmente felices, pues siempre existe una razón
inteligente en la Divina Voluntad, para que podamos recibir lo que es perfecto,
justo, oportuno y necesario. Si así actuáramos, en realidad seríamos
infinitamente dichosos, pero esta gran alegría interior la destruimos con estos
tres grandes vicios de la mente: comparar con el pasado, idealizar o adelantar
el futuro y compararse con lo que otros poseen.
Es difícil aceptar que la
experiencia no pueda sernos tan útil como hemos creído. Se nos ha enseñado por
doquier que los seres humanos más experimentados son los más inteligentes. Tal vez la práctica repetitiva en una monótona labor, haga a una
persona más capaz que otra para desarrollar tal actividad, pero esto en ningún
momento significa que esté creciendo por ello, o que en realidad sea más
inteligente o superior que otra no entrenada para tal efecto. Bajo idénticas
condiciones, con la misma programación, dos seres humanos pueden ser entrenados
para desarrollar un mismo trabajo con igual eficiencia.
El aceptar, tal como la
mayoría de los seres humanos cree, que la experiencia es la única fuente de
sabiduría que permite la recta acción inteligente, implica el admitir que el
universo nunca cambia, lo cual está fuera de toda realidad. Cuando la mente
recurre a las imágenes del pasado, para decidir el curso a
tomar frente a un evento, estamos admitiendo el anterior equívoco. El universo
es un río infinito cuyas aguas nunca se detienen. Jamás encontramos la misma
agua dos veces en el mismo lugar. Nunca un evento se repite bajo las mismas
condiciones, debido al perpetuo movimiento de la creación. La experiencia de
los demás puede sernos útil sólo en el caso de que se trate de reales
buscadores de la verdad, con mentes descondicionadas, y aún así, tal
conocimiento constituye una versión particular que debe ser revisada, ya que la
verdad puede ser presentada en múltiples matices, que difieren de una persona a
otra.
Nuestra mente es aún un
joven mecanismo sobre el que tenemos poco o ningún control, sujeta a un sistema
condicionado de aprendizaje que con frecuencia nos aleja de la verdad, y
manipulada por las emociones, que están aferradas a las imágenes presentes en
nuestra memoria. Las emociones parecen tener vida propia, y nos impulsan poderosamente a la satisfacción egoísta, que
busca el deleite desmedido. La mente viciada trata permanentemente de
buscar lo placentero y evitar lo doloroso, de acuerdo con el código de agrado y desagrado que hay en nuestro propio registro de
informaciones. El Ser Interior, esa chispa de la Divina Flama que nosotros
somos, trata de dejar oír su silente voz, pero ésta es fácilmente acallada por
las emociones que diariamente
gobiernan la vida del individuo.
La mente casi siempre está
de parte de lo emotivo, y busca extraordinarias justificaciones para hacernos
creer que obramos rectamente, con el objeto de permitir la obtención de placer.
Cuando aparece la voz interna, o cuando surge algo que puede ser potencialmente
difícil o doloroso, la mente nos impulsa al recurso de la evasión, otro de sus
vicios, y a la vez un mecanismo de defensa para evitar una confrontación
interior que haga evidentes nuestros errores, y nuestros torcidos caminos. Evitamos la soledad y el
silencio para rehuir el escucharnos.
La evasión es un vicio
mental, un hábito fatal que represa aquello que es eludido, enquistándolo en las capas más profundas del
inconsciente. Sin embargo, rehuir no es ni matar ni
solucionar, por lo cual la carga mental y emocional generan un nudo interior
que gana fuerza, en la medida en que se sigue reprimiendo, y si
definitivamente impedimos su expresión, alcanzará el último depósito del
inconsciente, el Cuerpo Físico, a través del cual el impetuoso torrente buscará
una salida, arrastrando a su paso lo que encuentre, y llevando al organismo biológico a ese destructivo y a la
vez regenerador proceso, llamado enfermedad. Es el desconocimiento de esto lo
que nos lleva a huir de la realidad, a escapar, a buscar el placer extremo que tanto encanta a la mente, pero que la
obnubila, al igual que lo hace una droga, aunque ésta sea aparentemente
benigna. Ante el menor asomo de un momento de silencio interior, corremos a
refugiarnos en la escucha inconsciente de la música, en la lectura, la
televisión, el cine, el periódico, el alcoholismo, las drogas,
el trabajo desmedido, una sobrecarga de estudio, el enamoramiento, la
sexualidad sin control, la compañía, una mascota, la dependencia afectiva, los
juegos de azar, el deporte, la diversión, la distracción, los grupos, un viaje,
la comida, en fin cualquier cosa que adormezca la consciencia y nos sirva de
escondite para no ser hallados por el Yo Real. Es entonces cuando desarrollamos
hábitos obsesivos de refugio y nos hacemos dependientes de ellos, cada vez con
mayor fuerza, pues la congestión interna reprimida crece, y exige cada vez una
coraza más poderosa. El hábito de dependencia nos llevará inevitablemente a la
enfermedad, cuando la energía contenida busque la salida del cuerpo. Entonces,
una vez más, la astuta mente se defenderá, haciendo que acusemos a lo externo
de generar la enfermedad. Buscará un culpable en la comida, en el ambiente, en
la herencia, en la droga, en los demás, para evitar darnos cuenta de que lo que destruye el cuerpo es la
represión, causada por aquello que habita en el interior, y que clama por ser resuelto. Entonces, casi siempre, le
hacemos el juego a la mente y buscamos la cura por fuera, evadiendo nuestra
responsabilidad de afrontar y resolver los conflictos que nos conciernen
exclusivamente a nosotros. Solemos preferir la muerte, antes que la confrontación con el único culpable de todos
los males: nuestro egoísmo, nuestro enemigo interior. Una vez más la astuta
mente se sale con la suya, y por ir tras el placer nos conduce inevitablemente
al sufrimiento.
Reflexiona amigo de la
creación. Descubre los vicios de tu mente y libérate. Cambia el caduco y
torturante método del sufrimiento por la maravillosa técnica de la comprensión
consciente.
“La búsqueda interior implica la desmitificación del yo, la ruptura con todos los antiguos paradigmas acerca de la naturaleza humana, el descondicionamiento de los modelos socioculturales y una gran osadía para el cambio.”
Jose Vicente Ortiz Zarate
*
Así es. Duro con uno mismo, cuesta trascender..
ResponderEliminarHola, buenas tardes. Gracias por el comentario.
ResponderEliminarAfectuosamente, Edgardo
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarUna pieza de reflexión muy pulida y cabal, matizada con pedagógicos ejemplos de cómo la mente, ese belicoso y casi siempre indomable vehículo del espíritu hace de la suyas, en consuno con “las emociones (que) parecen tener vida propia, y nos impulsan poderosamente a la satisfacción egoísta, que busca el deleite desmedido” que no es otra cosa, que el veleidoso cuerpo de deseos o emocional.
ResponderEliminarPor cierto, la experiencia es la clave maestra para acceder a comportamientos perfectibles virtuosos, que es decantada en lo que en la Sabiduría occidental llama Triple Alma, alimento del evolucionante Ego. En un artículo decimos que “Nuestros organismos nunca actúan por sí mismos, y su característica principal es la de ser estructuras complejas inteligentes auto reproductoras, como se puede demostrar en contrario al observar la materia inerte de un cadáver en la cual la vida organizada se ha ausentado. Por tanto las condiciones de salud o enfermedad humanas nacen de la manifestación de la vitalidad y por ello se puede inferir que el cuerpo ( materia) “vive” primordialmente gracias a dos atributos que llamamos conciencia (alma) y vida (espíritu). La conciencia es, según su definición académica, la propiedad del espíritu humano de reconocerse en sus atributos esenciales y en todas las modificaciones que en sí mismo experimenta, es el conocimiento interior del bien y del mal, la aserción y comprensión reflexiva de las cosas del espíritu y, constituyéndose en la quintaescencia del triple cuerpo, es el alimento de aquel. Por tanto, la conciencia se establece como nuestra capacidad de utilizar los más elevados atributos de energía sutil que emanan del pensamiento y de las obras positivas, para nutrir aquello que constituimos fundamentalmente, el espíritu, y que nos conecta con la fuente de la que todo procede: El Uno......” De tal suerte que el aprendizaje, tan necesario en nuestra evolución, se nutre de esos acontecimientos que experimentamos, ya sea mediante la comparación consciente y propositiva de los efectos en terceros o a través del domeñante acicate del dolor propio por errores repetidos con menor frecuencia y raramente gracias al acceso al placer que la mente reclama, pues aquel crea de manera inclemente urgencias nuevas no satisfechas y por ende adicción esclavizante, lo que generalmente conduce, al deterioro de los cuerpos y a un destino infame.
De singular importancia el párrafo que hace alusión a la verdadera génesis de las enfermedades que aquejan al compañero planetario. La medicina contemporánea y de décadas pasadas atribuyen a muchas de ellas y ahora con mayor insistencia y claridad, un origen psicosomático. Pues coincido con usted en que un altísimo porcentaje de ellas obedecen a una equivocada interpretación de la partitura vital por parte del doliente y por ende podemos a su vez, inferir que muchas de estas alteraciones de los procesos fisiológicos y de la mente tienen su lugar y principio común en las transgresiones. Bach decía que “La enfermedad es un conflicto entre la personalidad y el alma” es decir la enfermedad es el fruto de una mala o incompleta ejecución del trasunto vital armónico de cada sujeto, de la melodía de su vida, por la dominancia de la alocada mente. Su aparición reproduce la del fenómeno que ocurre en una banda elástica que es sometida a un esfuerzo de tensión, es decir, cuanto más la extendemos o deformamos y alejamos del estado de reposo o equilibrio, (ya que dicha tensión se produce mediante la acción del desliz frecuente o de las transgresiones), es mayor la energía cinética o fuerza con que trata de retornarla a su estado normal (se genera y agudiza la enfermedad). Por ello, en efecto, debemos entender a la enfermedad, la fiebre y otras manifestaciones derivadas de ella, como una aliada que nos advierte que estamos cometiendo un error, que el equilibrio está roto y que hay que corregirlo antes de que el muelle o banda elástica -nuestra salud desequilibrada- colapse, al tensarse y llegar su límite de elasticidad, si vale el término: las deformaciones permanentes o el colapso total, la muerte. Por lo tanto, coincidimos que la enfermedad es una crisis y toda crisis deviene como evolución, o al menos en una disyuntiva para el espíritu y jamás debería ocasionar un regreso al estado inicial del mismo, pues su experimentación tiene, o debería tener una capacidad transformadora. Es una oportunidad para repensar las actitudes, para armonizar y reordenar las vibraciones e iluminar las intenciones y ejecuciones, para una conciliación íntima que produzca el mejoramiento interno propio.
ResponderEliminarHola Jo Mero, buenas tardes, le agradecemos sus comentarios.
ResponderEliminarAfectuosamente, Edgardo