LA SEMILLA DEL ARBOL INFINITO
En la naturaleza podemos observar cómo cada
especie y variedad de seres producen su propia simiente. Cada cosa resulta ser
de la misma naturaleza que aquello de lo cual se originó. Toda la existencia manifestada tiene un origen común, bien
sea que consideremos el asunto material o espiritualmente, y esa fuente
primigenia confiere sus propiedades a todo lo creado. Todos los seres de la
naturaleza, visibles o invisibles al ojo humano, poseen características comunes
de identidad cósmica, y básicamente constituyen semillas, que se desarrollan en
un proceso infinito. Nuestros humanos sentidos parecen no ver esa sutil
conexión entre todas las cosas, y nos dan la apreciación de que, por el
contrario, todas las criaturas están separadas. Pero, al igual que los dedos de
la mano se juntan por su base en un conjunto mayor, y son movidos por un
control remoto distante de ellos mismos, existe una profunda e ilimitada conexión
entre todas las cosas de esta creación. Hasta la ciencia moderna reconoce la
posibilidad de este principio. El científco David Bohm, en su teoría de la
realidad conectada, afirma que cualquier partícula, cualquier quantum de materia, está conectada con toda otra
en todo lugar.
Los sentidos humanos, funciones ampliamente
cultivadas, pero restringidas a ciertos rangos vibratorios, nos dan la ilusión
de la separatividad y del límite. Juzgamos las cosas por lo que percibimos,
olvidándonos, casi siempre, de aquello que es imperceptible para nuestros
instrumentos, lo cual constituye la mayoría de lo que los seres son. Con tan
limitada información, nos hacemos una imagen de todo y así lo catalogamos.
Lo que hacemos con este sistema es poner límites
a todo lo que percibimos, e impedir llegar al conocimiento real de las cosas.
Por eso terminamos identificándonos con nuestro propio cuerpo tan estrechamente, y considerando sus fronteras como las nuestras. Para la mayoría
de las personas, la piel es el límite. A veces, sin embargo, tenemos que
reconocer que hay cosas que nuestros sentidos no captan.
Hemos de hacer consciencia de las básicas
estructuras de la personalidad humana: el cuerpo, la energía, las emociones,
los pensamientos, las ideas, las fuerzas intuitivas, la conexión con cualquier cosa. Tras de todo ello está el ser interior que es el que maneja por entero esas fuerzas o estructuras, y el
cual constituye verdaderamente la simiente de lo original. Cuando éste retira
totalmente su atención del cuerpo, ocurre la muerte, ese largo proceso a través
del cual renovamos nuestras energías, desprendiéndonos de todo elemento,
energía o fuerza acumuladas en la vida, para replegarnos nuevamente como
simientes cósmicas.
Cada uno de esos elementos constitutivos del
engranaje de una persona están sujetos a nacimiento, crecimiento, desarrollo,
madurez, muerte y transformación, a la vez que gozan de la propiedad de
pertenecer al todo y poseer sus características. Una de ellas, es la de ser
ilimitado, infinito, sin fronteras.
El cuerpo denso, esa mezcla organizada de
órganos, es finalmente una agrupación de átomos que siguen un patrón de organización, programado. Ellos son una colección de partículas y subpartículas,
formadas realmente por paquetes de energía, que nos dan la ilusión de la
materia, siguiendo también patrones de agrupamiento, y las cuales son tan
fluidas como el cuerpo mismo en su totalidad. Cada átomo es una colección de
partículas en incesante movimiento, agregados de una fuerza proveniente de una
lluvia cósmica proveedora, infinita e ilimitada. El engañoso estático cuerpo del hombre es un río, formado
por corrientes de átomos. Estas
estructuras,
aparentemente estables, son en realidad torrentes de energía, recodos de un arroyo de invisibles aguas que conservan un molde, un
paisaje. Y esas potentes fuerzas que fluyen para formar los diminutos quantos,
como los llama la ciencia, van y vienen de uno a otro átomo, modificadas por
múltiples factores, de tal suerte que las subpartículas que hoy están en
nuestro cuerpo pudieron haber estado en el ayer en una estrella distante, y vinieron a incorporarse a
nuestro molde, después de un largo viaje a la velocidad de la luz o tal vez a
mayores medidas de desplazamiento. Nuestro cuerpo, visto desde la óptica de sus
diminutos componentes, se conecta permanentemente con los más remotos lugares
del cosmos. Su límite es aparente. Su conexión es infinita. Nuestros ojos sólo aprecian la forma del río pero no perciben el cambio de
las aguas que fluyen, pues únicamente están adaptados para mirar imágenes de lo que captan, y no para ver lo que
forma la imagen. Los sentidos del cuerpo físico solamente capturan
una mínima parte de la información proveniente de aquello que tratan de divisar. Ninguno puede percibir la totalidad.
Nuestra forma es temporal, impermanente, cambiante, segundo a segundo, fluyente. Más
bien podríamos hablar, no de un cuerpo sino de un fluido que se agrupa en torno
a un patrón programado, también cambiante y del cual sólo apreciamos imágenes
del momento, de los instantes en los cuales las energías que lo forman se
moldean o coagulan, para volver a fluir. El organismo es un fluido proveniente de la fuente cósmica,
que todo lo nutre y que no hace distinción de espacios o de seres. El cuerpo,
supuestamente nuestro, aparentemente estable, es en realidad, en esencia,
infinito, ilimitado,
sin fronteras.
El río de átomos de nuestra forma necesita permanente de otra corriente interna que lo sustenta: es el caudal de la energía, de esa fuerza
de vitalidad que los orientales llaman el Chi o Ki y también prana. Es ese vigor que obtenemos a partir de los alimentos, del
sol, del oxígeno, de la respiración y que todos los días parece agotarse hacia
el ocaso, obligándonos al activo y recuperador proceso del sueño. Esa misma
fuerza que parece disminuir con la enfermedad y a veces, casi siempre, con la
vejez, imperceptible a los sentidos ordinarios, es sólo una energía de un nivel
vibratorio superior al de los gases, otro río infinito que fluye
permanentemente nutriendo a todo lo que existe, dependiendo de sus necesidades.
Se hace más intensa en unas criaturas que en otras y su permanencia es también
relativa, siguiendo inteligentes programaciones de la naturaleza, fluyendo
siempre desde donde hay más hacia donde hay menos, pero de la misma forma que
la sustancia corporal, conectándonos con el cosmos, a velocidades enormes, y agrupándose a su paso por nuestro cuerpo, de acuerdo
con un patrón predeterminado. Esa fuerza, al igual que los diminutos átomos
físicos. va de una persona a otra, de un ser a otro, en
un incesante fluir, siguiendo el lecho de invisibles riachuelos. Vitalmente, también somos infinitos.
Las emociones, deseos, pasiones, anhelos y
afectos o sentimientos, son otra de esas fuerzas que hacen parte del engranaje
o equipo de un ser humano. Parecen tener un mayor nivel de vibración y tienden
a ser reproducibles, contagiosas, para quienes responden automáticamente a su
impacto. Es una fortaleza más, selectiva y diversa, de la naturaleza, que aún no fluye hacia todas las criaturas.
Parece ser característica, por lo menos en este planeta y de la forma en que la
apreciamos, de los animales y seres humanos. Por lo menos en ellos se ven sus
efectos en forma manifiesta, si bien afecta de alguna manera a todas las
criaturas.
Si bien, aparentemente más fluida que la fuerza
de vitalidad, tenemos menos control sobre ella. Las variaciones de ésta parecen agruparse en torno a moldes de
comportamiento característicos, que a veces se copian de
otros, de la familia, de la sociedad, y determinan la conducta de
civilizaciones completas. Son causa de gran sufrimiento para los seres que las
experimentan, especialmente cuando son intensas, repetitivas y reprimidas. Al
igual que la vitalidad, tienen estrecha conexión con el cuerpo y producen fuertes
modificaciones en sus
patrones de agrupamiento,
siendo la causa principal de ese desorden llamado enfermedad. Nos conectan con
sutiles hilos a través del espacio, abarcando pequeñas y grandes distancias.
Crean una atmósfera en los lugares en los que habitamos, capaz de ser sentida
por cualquier ser humano. Aunque nuestros sentidos no las perciben, podemos
notarlas fácilmente en los demás. Sabemos si alguien está triste, asustado,
alegre, colérico o enamorado, y a veces por resonancia reactiva entramos en los mismos estados en los que están los
demás, aun sin contacto físico. A veces las sentimos a distancia, como en el
caso de la madre que puede percibir la tristeza de su hijo a cientos de
kilómetros.
Por el mismo sistema que las anteriores formas
de energía, fluyen persistentemente y se agrupan en torno a patrones
especiales, típicos de cada ser, conectándonos cósmicamente. También nuestra
estructura emocional se expande infinitamente.
La mente, aparentemente de mayor alcance, es aún
más desconocida, una estructura subutilizada por la mayoría de la humanidad.
Las energías mentales pueden ser proyectadas en el espacio y el tiempo. En
nuestro planeta son fundamentalmente usadas por el hombre, quien se halla en
vías de experimentación. Los pensamientos son agregados de fuerzas que se
amoldan, al igual que el cuerpo. Su límite, obviamente, trasciende al cerebro, alcanzando cualquier punto del
espacio. Si bien inmadura, la mente es un sistema complejo de energías que
también alcanzan el infinito.
Las ideas, la intuición y las fuerzas más
sutiles de conexión cósmica, más imperceptibles aún, son fluidos de mayor
vibración a las que no podemos poner barreras.
El ser humano generalmente asigna una esfera de
acción a cada una de las fuerzas constituyentes de su estructura básica. La
mente pone un límite a cada una de ellas. El espíritu, el más imperceptible de
todos, negado por muchos por lo mismo, indefinible, no tiene límites. Para
quien le acepta, es tan ilimitado como cualquiera de las fuerzas existentes en
la naturaleza.
Debemos reflexionar profundamente, para
diferenciar entre la realidad y la apariencia, entre lo que es y su imagen o
eco, y hacernos conscientes de que nuestras limitaciones son ficticias. En
realidad somos semillas de la fuerza universal, simientes divinas,
semillas cósmicas de un árbol infinito, que gozamos de la cualidad de ser
infinitos en todos sus aspectos, limitados tan sólo por nuestra creencia. Cada
ser humano y cada cosa son solamente una estación del Cosmos, una de las
múltiples proyecciones multifacetarias de Dios, una coagulación temporal de la
energía viviente que todo lo compenetra, moldeada por un patrón definido y
programado por la Inteligencia Divina Universal. Tal vez a eso se refería
Cristo cuando dijo: "Yo estoy en el Padre y el Padre en mí. Quien me ha
visto a mí, ha visto al Padre, pues mi Padre y yo somos Uno".
No debemos caer en la pretensión de que somos
Dios, con todo su poder manifestado, pero sí podemos observar la realidad de
esa potencialidad en embrión, dada nuestra conexión con el infinito, a todos
los niveles. Quien explora esa gigantesca posibilidad descubre que existe un
camino para conectarse con cualquier partícula, fuerza o entidad existente en
el universo, y puede tener una perspectiva más amplia de la
existencia, en lugar de una estrecha concepción de la vida, limitada
seguramente por la creencia o la ignorancia. El vernos como ilimitados hace que
lo imposible entre en la categoría de lo posible, y rompe el círculo vicioso
que nos lleva del infinito espíritu a la personalidad individual limitada, y de
ésta, en retorno, hacia lo ilimitado. Sólo así es posible comprender que la
separatividad de los seres es una gigantesca ilusión de los sentidos, alimentada por las creencias que hemos tenido por siglos.
Bajo esta concepción, basada en la observación
no condicionada de la realidad, podemos entender que en verdad no existe nada
que se encuentre fuera del Cosmos, externo al Universo o exterior a la Divinidad, sino que absolutamente todo lo
manifestado se halla en el seno mismo de su fuente original, o como dijo el
cristiano Pablo de Tarso: "...en Dios vivimos, nos movemos y tenemos
nuestro ser".
de: LA AVENTURA INTERIOR
“La búsqueda interior implica la
desmitificación del yo, la ruptura con todos los antiguos paradigmas acerca de
la naturaleza humana, el descondicionamiento de los modelos socioculturales y
una gran osadía para el cambio.”
Jose Vicente Ortiz Zarate
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